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cuentos

Carrera afortunada

5/7/2018

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Parecía que todas las aerolíneas se habían puesto de acuerdo para llegar a las ocho y media de la noche de ese miércoles.  El calor era particularmente agobiante, ya que El Niño había hecho que esa sensación melosa -antes exclusiva de Panamá y de otros países centroamericanos- se hubiera convertido en el pan de cada día de ese verano tan especial. Entre las decenas de pasajeros recién llegados se encontraba un hombre delgado, con mirada fija, quien retornaba al suelo patrio, luego de haber estado ausente de él por más de treinta años. Gilberto Fuentes había desaparecido repentina, misteriosamente a mediados de los sesenta. Los del barrio, acostumbrados a sus viajes, que a veces duraban más de un mes, no se dieron cuenta al comienzo, pero cuando pasaron tres meses de  no saber de su existencia, el hogar del solitario hombrecito -una casa blanca, austera,  con una puerta de garaje pequeña -parecía querer hablar para preguntarle a los vecinos qué le había ocurrido a Gilberto.  Uno de ellos que alguna vez había aventurado un saludo, pese a no haber entablado ninguna relación amistosa, dio parte a la policía.  Así fue que un buen día vinieron dos guardias, quienes luego de tocar el timbre varias veces, violentaron la puerta principal.  Al entrar no encontraron huella  del señor Fuentes. Unos cuatro chismosos, junto con varios chiquillos, se pusieron a aguaitar adentro de la vivienda desde la puerta, hasta que los policías, con caras de pocos amigos, los sacaron de sus puestos de observación.

El guardia Vargas Tribeño, un serrano lunarejo, dictaminó en su parte:
           
“El día catorce de setiembre de 1964, el que suscribe, Sargento G.C. Alberto Vargas Tribeño y el Cabo Primero G.C. Rodolfo Castellanos Llontop, nos apersonamos al inmueble ubicado en la avenida Mariscal Miller 1778, distrito de Lince, y lo inspeccionamos tratando de ubicarlo al señor don Gilberto Fuentes, reportado DESAPARECIDO por su vecino, el Coronel (r) don Raúl Cachay Anicama, identificado con libreta electoral 3092616. A resultas de muy exhaustiva búsqueda en el interior del dicho inmueble, no hemos encontrado al  mencionado don Gilberto Fuentes, ni rastro alguno de él, de ninguna de sus pertenencias personales ni huellas de violencia de ningún tipo, por lo que procedimos a la clausura simple del dicho inmueble ubicado en la susodicha avenida Miller 1778 y declaramos que el señor DON GILBERTO ARTURO FUENTES BARRIONUEVO HA DESAPARECIDO sin dejar huella de su nueva dirección.

Por lo que damos parte al señor MAYOR COMISARIO de la Decimosexta Comisaría de Lince, Mayor G.C. don Genaro Salgado Castañeda, para los fines que él estime conveniente.

Firmado, en este Distrito de Lince, a los catorce días del mes de setiembre del año del Señor de 1964,

Alberto Vargas Tribeño
Sargento Benemérita G.C del Perú”.

El Mayor tramitó el documento, el que regresó a las tres semanas con un gran sello del Servicio Nacional de Inteligencia -sello que lo dejó estupefacto por algunos minutos por ser ésta la primera vez que recibiera algo del Servicio -,indicando que el caso se consideraba cerrado.  Nadie se volvió a ocupar de Fuentes quien parecía no tener familia ni amigos, ya que no hubo ninguna indagación más.

​En el aeropuerto, con paso decidido se dirigió a  recuperar su maleta negra.  “Treinta y tres son un huevo de años”, sonrió mentalmente, mientras el duro seño no dejaba entrever ni felicidad ni tristeza.  Una vez que la maleta estuvo en sus manos, enfiló con paso rápido hacia la salida de los que no tenían nada que declarar, pasando sin problemas al lado de una aburrida mujer de uniforme marrón, a quien no se dignó dirigir mirada. El calor, en el que no había reparado, le empezó a molestar desde el instante que asomó la cara fuera del terminal. Una nube de personas, algunas blandiendo letreros con los nombres de sus seres queridos o conocidos, lo recibió bulliciosamente. Aunque sabía que nadie lo iba a recoger del aeropuerto, de todas maneras buscó tontamente entre la muchedumbre tratando en vano de reconocer a alguien.  Todas eran caras desconocidas. De entre los taxistas que ofrecían diligente y pacientemente sus servicios, escogió al azar a Carlos Lugo, tornando esa noche -sin saberlo, claro -en un evento de singular trascendencia en la vida de ambos. Carlos, canoso, con bigotes, lucía impecable terno azul marino, camisa blanca y una corbata que le había regalado un señorón de dinero para quien había trabajado años atrás.  El taxista tomó rápidamente la gran maleta negra  y se dirigió,  caminando despacio tratando de no hacer notar una ligera cojera, hacia su automóvil, seguido por el pasajero.

-El calor ¿ha estado así estos días? -preguntó el hombre delgado iniciando una conversación casual.

-Todo el verano, señor, desde comienzos de diciembre.  Y cada día está peor.

-Mmm…Me parece que está más fuerte que años atrás.

-Sí... ¿tiempo que el señor no viene a Lima? -preguntó Carlos en momentos en que llegaban al automóvil, un Nissan del 86.  Abrió la maletera.

-Sí, mucho tiempo -respondió Gilberto Fuentes serio, sin ofrecer más información. -Maestro, vamos a Lince, ¿conoce Mariscal Miller?..., la cuadra 17.

Saliendo del Aeropuerto Jorge Chávez Lugo miró el espejo retrovisor observando con más detenimiento la cara del pasajero. Sintió un escalofrío al ver el rostro arrugado del hombre, iluminado por un par de fósforos que utilizara para prender un cigarrillo.

-Ese cigarro huele rico -comentó distraídamente, después de haberlo estado observando varias veces por el retrovisor.

-Ah, sí, son Camel, los cigarrillos más machos del mundo -comentó con un esbozo de sonrisa Fuentes, a la vez que bajaba la luna y tiraba el pucho encendido a la pista.

El semáforo de la avenida Argentina cambió a verde. El chófer se calló, y de ahí en adelante se dedicó solamente a manejar, contestando con monosílabos las preguntas de Fuentes, quien se convirtió en interrogador hasta que llegaron a Lince.

-Disculpe señor, pero tengo que parar en ese grifo que viene, para echar gasolina - indicó el taxista, mientras el hombrecito que se había quitado el saco y aflojado la  corbata, se relajaba completamente en el asiento de atrás, cerrando los ojos, para dormir aunque sea unos minutos.

Lugo se detuvo en el grifo de Shell de la avenida Canevaro, observando por el retrovisor cómo su pasajero dormitaba con el mismo seño de seriedad con que lo viera desde un primer instante.
           
-Cinco soles -le dijo rápidamente al muchacho que se acercó a atenderlo, a tiempo que se dirigía a un teléfono público a pocos metros de donde había estacionado.

Pagó los cinco soles y subió al carro haciendo un poco de ruido, involuntariamente.

-¿Por dónde andamos? -preguntó somnoliento Gilberto Fuentes.

-Ya estamos llegando, señor -respondió escueto el taxista.

A las once y media de la noche, se cuadró frente a la dirección indicada por Fuentes, sin apagar el motor.  Lugo le indicó el valor de la carrera, recibiendo pago en dólares americanos.  Le llevó la maleta grande hasta la puerta.  Gilberto Fuentes, con una llave que parecía nueva, trató de abrir la puerta de su casa.  La llave entró suavemente, pero la puerta no se abrió. Mientras el hombrecito ensayaba diferentes formas de vencer la resistencia de la cerradura, Carlos Lugo sacó una pistola de la guantera y se dirigió hacia Fuentes, quien de espaldas, no se percató de la silenciosa presencia del chofer.

-Comandante Fuentes -dijo Lugo sin alzar la voz.

Fuentes soltó la llave y volteó con los ojos desorbitados, tratando de alcanzar un inexistente revólver del cinto. 
           
-Por los de Javiercito 63 – le explicó Lugo sin emoción alguna, mientras le descerrajaba un par de balazos en medio de la frente.

Volvió lentamente al taxi, se subió, enfilando a prudente velocidad de regreso a  Canevaro.  Un par de perros aullaron a tiempo que algún vecino curioso miraba desde su departamento del edificio del frente sin saber qué clase de ruido acaba de escuchar ni cual es su procedencia.
El taxi se perdió lentamente entre el escaso tráfico vehicular nocturno de Lince.
                                                                         
Cuando el avión llegó a la zona más escarpada, el flaco ordenó a sus dos sargentos que pusieran al reo frente a la puerta de salida y que le quitaran la capucha.
           
-¿Vas a confesar, rosquete de mierda? Es tu última oportunidad -dijo con voz monótona el hombrecito delgado, mientras tiraba al suelo un pucho encendido.
           
El tipo se moría de miedo, ya que sabía que le esperaba el salto al vacío en pocos segundos.  Se mordió los labios tratando de contener el llanto.
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