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Castillo perfecto

5/7/2018

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Al entrar al castillo más importante de Murcia, el de don Adriano Cisneros, coincido con otros caballeros de no menor importancia.  Veo al famoso Amendranor de Vivar, el único entre nosotros cuya espada, Misericordis, tiene nombre propio.  Amendranor pretende no reconocerme ya que es demasiado orgulloso para saludarme, después del asunto aquel de los criados cuyas vidas perdoné la Natividad pasada.  Poco me importa, ya que lo único que tengo en mente es demostrar al pueblo, a los nobles y al mismo don Adriano, que puedo convertirme en el campeón de los Caballeros de Burgos. También distingo a  Cardenio de Maritormes, el que, de los seis que combatiremos esta noche, es el más aborrecible de todos: el Caballero Verde. Cardenio luce más fiero que nunca, creo que estrenando armadura nueva, o por lo menos especialmente pulida para este certamen mágico, en el que una vez más estaremos poniendo en juego nuestra hombría. Ahora que armas y caballos están listos me siento un poco más tenso que de costumbre. Fabricio se llama mi peón,  recién a mi servicio desde ayer. Hemos entrenado por dos horas, mejorando nuestra coordinación, ya que ella puede significar la diferencia entre nuestra gloria y nuestra vergüenza.
           
Me cuesta trabajo concentrarme ya que desde que entré a esta orden, hace siete semanas, venimos repitiendo los combates para deleite de los cortesanos, prácticamente todas las noches.  Es un milagro que pese a la furia y frecuencia con que combatimos,  no haya muerto nadie y lo que es más extraordinario, que no hayamos sufrido algún accidente de gravedad mayor.  En fin, será mejor no pensar en esto pues ya escucho las trompetas.
           
Salimos entre aplausos hasta el centro de la alargada arena, desde donde  Gonzalo Fernández de Palencia anuncia que ya se inician los juegos, con la presencia y el permiso de don Adriano.  Éste, sentado en el palco real, mueve la cabeza ligeramente, asintiendo sonriente. Los cortesanos, en su mayoría entusiastas, están comiendo todos lo mismo, unas deliciosas codornices que las meseras sirven con pretendida vulgaridad.  Ocho son las hileras de mesas que van formando elipses concéntricas ascendientes alrededor de la arena.
           
Empezamos con las pruebas de precisión, que consisten en atravesar con nuestras lanzas, volando encima de nuestros caballos, unas argollitas de colores, seis argollas por cada uno de nosotros. Es difícil, mas no hay peligro. Luego, a galope tendido, tenemos que ir desde el final de la arena hasta la entrada, sobre la cual hay un blanco en el que clavamos nuestras lanzas, cada una de un color diferente. Esta noche me ha tocado ser el Caballero Rojo, lo que me da buena suerte. Cardenio es siempre el Caballero Verde. Los otros son el Azul, el Blanco, el Púrpura y el Amarillo.  Tendremos nuevamente que realizar los combates en el mismo orden de siempre, claro sin saber quien va a ganar en cada uno. Los cortesanos, antes de iniciarse el torneo,  han sido divididos por los pajes en seis grandes grupos según el lugar donde les ha tocado sentarse, para que nos alienten con sus voces.  Fernández de Palencia  hizo un buen trabajo al comienzo cuando  recalcó la importancia que tiene para nosotros el nivel de gritos de aliento de nuestro sector de cortesanos.
           
-¡Mátalo, mátalo! -me gritan de mi grupo quien sabe cuantos jóvenes, refiriéndose al enfrentamiento que voy a sostener con el Caballero Blanco.  Paso frente a ellos y los saludo brevemente sin sonreír.
           
Mi caballo es rápido y fuerte, así que no me es difícil derribar a mi rival en el primer duelo. Me apeo de un salto y luego de repetidos ataques de espada a mi pálido contrincante, durante los cuales  más es lo que se defiende y cae al suelo que nada, lo termino con una herida que las tribunas perciben como mortal. El siguiente combate es menos memorable, excepto por la satisfacción personal que me proporciona despachar a Amendranor quien es esta noche el Caballero Púrpura. Llego al último duelo. Es con el Caballero Azul, al que por primera vez  veo en la arena. Pelea con ímpetu, pero es mucho menos experimentado, y con las ganas que tengo yo de satisfacer a mis partidarios, lo  venzo con facilidad. Ya estoy por celebrar mi triunfo junto con mi sector de cortesanos, cuando vemos que regresa a la arena, por enésima vez en esta letanía de batallas nocturnas, el maldito Caballero Verde.  La gente, incluso los de su propio sector, le abuchea.  Mi caballo está cansado, y resopla ruidosamente protestando el galopar otra vez, mas no hay alternativa.  Caemos ambos en el encontrón, lo que  hace que la multitud ruja con gran fuerza. Me trenzo con el de verde en otro duelo, en el que pierdo la espada y cuando todos creen que voy a morir, Fabricio, mi peón, me alcanza con precisión matemática un cuchillo que limpiamente cumple con su trabajo de desactivar al impopular caballero entre las risas, el jolgorio, los aplausos  y la algarabía de todo el pueblo de Murcia, sin distinción alguna de colores.  Soy el campeón esta noche y me doy cuenta que la frecuencia con la que gano es también matemática: una vez por semana.
           
Nos bañamos rápidamente, alistándonos para departir con los cortesanos en el bar del castillo.  No todos se quedan esta noche, ya que algunos tienen otros compromisos, pero es un ritual establecido que el caballero ganador tenga que departir con aquellos cortesanos que se hayan quedado a conversar en el bar. 
           
-Que tengas un buen fin de semana -me dice amistosamente Amendranor mientras salgo silenciosamente y me paro junto a la barra donde Wendy me sirve un vaso de veintidós onzas de mi cerveza favorita.
           
Es casi lo mismo todas las noches. Unas seis a ocho mujeres, algunas con sus maridos, se acercan a conversar y a tomarse fotografías conmigo, algunas hasta atreviéndose a darme un beso en la mejilla.  Nunca falta la que me deja su número de teléfono en un papelito arrugado.
           
​Mientras termino mi segunda cerveza se van alejando las últimas voces y se desvanecen las caras uniformes. Afuera, mientras pesado y ruidoso pasa lentamente el último tranvía de la noche, tercas e indiferentes se prenden y apagan silenciosas las luces de neón que anuncian cena y juegos de caballería en nuestro perfecto  castillo de ilusorios tiempos medievales.
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